Todo el mundo ha oído hablar de
los míticos fundadores de Roma, los gemelos Rómulo y Remo, engendrados por el
dios Marte con la vestal Rea Silvia y abandonados por un sirviente que
desobedeció la orden de asesinarlos dada por el tío de ella, Amulio, rey de
Alba Longa, quien ya había expulsado antes a sus sobrinos varones para evitar
que, como descendientes de su hermano Numitor, a quien usurpó el trono,
reclamasen algún día el derecho de sucesión.
Como recordará el lector, la
corriente del Tíber arrastró el cesto donde iban los pequeños hasta el pantano
Velabrum, situado entre el Palatino y el Capitolio, donde fueron encontrados y
amamantados por la loba Luperca; quizá no sea tan conocido que en tan singular
adopción también intervino un pájaro carpintero, que junto con la anterior eran
los animales sagrados de Marte. Aquella primera salvación faunística permitió a
los niños sobrevivir hasta que los recogió un pastor llamado Fáustulo, que
junto a su esposa Acca Larentia los crió en secreto.
Ya mayores, robaron a unos
ladrones y, arrestados, fueron llevados ante el monarca. Al saber éste que los
hechos ocurrieron en tierras de Numitor, se desentendió del problema y se los
remitió a él, de modo que el destino quiso que los hijos perdidos se
presentasen ante su abuelo. Los reconoció y, una vez que Fáustulo lo confirmó,
les contó toda la verdad; y entonces ellos decidieron vengarse, organizando una
insurrección que culminó con un asalto al palacio y la muerte de Amulio.
De ese
modo, Numitor recuperó el trono y después ellos dejaron Alba Longa para fundar
un nuevo asentamiento allí donde les salvaran Luperca y el pastor. Así lo
hicieron, pero al ser gemelos ninguno podía imponer la primogenitura, por lo
que terminaron enfrentados sobre quién habría de gobernar. Una discusión acerca
de los lindes degeneró en pelea y Rómulo se impuso, acabando con la vida de su
hermano para convertirse en el primer mandatario de la ciudad que había
fundado, Roma. Algunos historiadores romanos, como Tito Livio o Terencio
Varrón, se atrevieron a dar una fecha: entre los años 754-53 a.C.
Hasta aquí, a quien más a quien
menos, el mito seguramente resultará familiar. Porque además no escasean las
fuentes bibliográficas, habiendo sido tratado por no pocos autores clásicos,
como Plutarco, Estrabón, Dionisio de Halicarnaso, Lucio Anneo Floro, Eutropio o
Macrobio, aparte de los mencionados Livio y Varrón. Ahora bien, puede que más
de uno se pregunte qué pasó antes, de dónde salieron Numitor y Amulio o quién
había fundado Alba Longa.
La respuesta a ello era una leyenda popular que se
remontaba al menos hasta el siglo V a.C., fecha en la que se data la obra Troica,
del logógrafo Helánico de Lesbos. Según éste, Roma había sido fundada mucho
antes por Eneas, cuando dicho personaje alcanzó el Lacio acompañando a Odiseo
durante su célebre periplo, de la misma manera que los etruscos tenían sus
orígenes en un grupo de pelasgos que viajaron desde el Egeo.
Sin embargo,
cuando esta leyenda llegó a Italia surgió un problema: el período de
seiscientos setenta años transcurrido desde la caída de Troya (1184 a.C.) y la
expulsión del rey Tarquinio el Soberbio (510 a.C.) resultaba demasiado
largo para la sucesión de los siete monarcas tradicionales, de ahí la necesidad
de quitar a Eneas de su papel tradicional de fundador e introducir a otros
personajes posteriores.
Es ahí cuando aparece otro insigne
escritor, Publio Virgilio Marón, que recontó todo esto por encargo imperial:
Augusto le encargó la composición de una obra epopéyica que narrase los
orígenes de Roma desde un punto de vista épico e imitando la mitología griega,
cultura que para entonces ya se había asentado entre los romanos como
referencia intelectual. Más de una década tardó el poeta en escribir los doce
libros que componen La Eneida y, de hecho, quedó inconclusa por su
óbito, acaecido el 19 a.C. (aunque pudo ser peor porque antes de fallecer pidió
a sus amigos que quemasen el manuscrito; por suerte le desobedecieron).
Como indica su título, La
Eneida cuenta la historia de Eneas, hijo que tuvieron el príncipe troyano
Anquises y la diosa Venus (Afrodita); “el varón que, huyendo de las riberas
de Troya por el rigor de los hados, pisó primero la Italia y las costas
lavinias” y que “mucho padeció en la guerra antes de que lograse edificar la
gran ciudad y llevar sus dioses al Lacio, de donde vienen el linaje Latino y
los senadores Albanos, y las murallas de la soberbia Roma”.
El hecho de
remitir el comienzo del mito a Troya deja claros los modelos literarios en los
que se inspiró Virgilio: La Odisea, de la que replica el viaje de Odiseo
(Ulises, para los romanos) en el de Eneas, ocupando los seis primeros libros, y
La Ilíada, que abarca el resto de la obra y remite a la larga guerra que
sacudió el Egeo implicando a hombres y deidades.
De hecho, aunque lo hace en una
analepsis (“Callaron todos, puestos a escuchar con profunda atención, y
enseguida el gran caudillo Eneas habló así desde su alto lecho...”,), el
escritor romano sitúa el comienzo ahí, cuando al fin cae Troya y Eneas, que
tomó parte en su defensa heroicamente (resultó herido dos veces, por Diomedes y
Aquiles, aunque sobrevivió gracias a la ayuda de Venus, Apolo y Neptuno), tiene
que huir protegido por su divina madre.
Recoge entonces a su padre (al que
tiene que llevar a hombros porque está paralítico desde que, años atrás,
Júpiter -Zeus- le lanzase un rayo para castigarle por fanfarronear de su
encuentro con Venus), a Creúsa (su esposa, hija del rey Príamo, que fallece en
medio del caos y es su fantasmal espíritu el que le exhorta a marchar cuanto antes)
y a Ascanio (su primogénito), embarcándose en una veintena de barcos para
partir, junto a un grupo de supervivientes, en busca de otro lugar donde vivir.
Hagamos un pequeño inciso para
explicar que, en realidad, hay otra versión de este mito en un poema conocido
como Pequeña Ilíada y atribuido a Lesques de Pirra, según el cual Eneas
y los suyos fueron hechos prisioneros por Neoptólemo (el hijo de Aquiles y la
princesa Deidamía, uno de los que se escondieron en el interior del caballo de
madera), quien se los llevó consigo como botín, pero, fueron liberados cuando
murió asesinado en Delfos, a donde había ido a consultar el oráculo porque no
acababa de engendrar descendencia con su nueva esposa Hermíone. Sin embargo, la
Pequeña Ilíada se ha perdido y la forma más extendida es la contada por
Virgilio.
Eneas
huyendo de Troya, obra de Pompeo Batoni
Volvamos a Eneas, que fue
perdiendo en la mar, a lo largo de su ruta, la mayor parte de aquella
desesperada flota. Como ha ocurrido casi siempre con los refugiados, en muchos
sitios rechazaron acogerles; Tracia, por ejemplo. En otros sí tuvieron buena
recepción, como en Delos, donde, en una visita al templo de Apolo, Eneas tuvo
la revelación de que debía ir a la tierra de sus antepasados para que sus
descendientes dominaran el mundo.
Se estableció entonces en Creta, pero el
sitio resultó ser inhabitable y por tanto erróneo, por lo que sus naves
zarparon otra vez y arribaron a unas islas… que eran las Estróifades, en las
que habitaban las arpías, que les obligaron a irse con sus feroces ataques. En
el Épiro hallaron cobijo, ya que reinaba Heleno, vástago de Príamo, que además
era sacerdote de Apolo y le aclaró a Eneas a dónde poner proa: hacia occidente,
a un lugar llamado Italia.
Y así, sorteando peligros
homéricos como los cíclopes, Caribiddis y Escila, en una dura travesía a la que
Anquises no sobrevivió, alcanzaron Cartago, la ciudad de la reina Dido, quien
también había vivido un éxodo en busca de una tierra donde asentarse cuando
dejó Fenicia; un mito fundacional etiológico que también vemos, por ejemplo, en
el Éxodo hebreo y que se suma a otro no menos frecuente ya reseñado, el del
niño abandonado en un río metido en un cesto (aparte de Rómulo y remo, también
pasaron por esa experiencia líderes políticos y mesiánicos como Sargón de Akkad
y Moisés).
Juno (Hera), la celosa esposa de Júpiter, hizo cuanto pudo por
impedir llegar, a los troyanos desconfiando de la mencionada profecía, pues
ella preveía el mismo brillante futuro para los cartagineses (y además odiaba a
los troyanos porque en el juicio de Paris, éste escogió la belleza de Venus
sobre la suya), pero Neptuno permitió el desembarco.
Como temía la diosa,
aquello supuso una tragedia, aunque propiciada por ella misma en colaboración
con Venus, al hacer que Dido, viuda desde hacía años, se enamorase de Eneas. El
plan salió mal porque amenazaba el dispuesto por Júpiter para el troyano y le
exigió cumplirlo; el humano no pudo sino obedecer a la divinidad, se fue una
vez más y Dido se suicidó desesperada, clamando por una venganza que anticipa
las futuras Guerras Púnicas.
El encuentro entre Dido y Eneas, obra de Nathaniel Dance-Holland
La siguiente escala fue Drepanum,
la actual Trápani, ciudad del extremo oeste de Sicilia, donde ya habían
recalado antaño para enterrar las cenizas de Anquises. Allí perdieron cuatro de
los siete barcos que quedaban, incendiados por Iris, la mensajera de Juno,
salvándose el resto gracias a la lluvia enviada por Júpiter. Parte de la gente
de Eneas decidió quedarse en Sicilia y él volvió a hacerse a la mar para pasar al
continente; al Lacio.
Desembarcó en Cumas, donde la famosa Sibila informó al
troyano de que había llegado por fin a su destino y le explicó cómo entrar y
salir del mundo de los muertos, pues él deseaba hablar con su padre. Más allá
del Averno, superados Cerbero y Caronte, pudo, en efecto, conversar con
Anquises, disculparse con Dido, otear el Tártaro y contemplar el Elíseo.
Con esa fantástica visita termina
el Libro VI de La Eneida y con él la parte viajera de la obra, inspirada
en La Odisea; en adelante, la referencia pasa a ser La Ilíada, en
el sentido de que lo que se cuenta es una guerra. Porque, a continuación, Eneas
reembarcó para costear hacia el norte y alcanzó el Lacio, su tierra prometida.
Allí le recibió el rey Latino, de quien se decía que descendía de Saturno.
Casado con Amata, tenía una hija llamada Lavinia que estaba comprometida con
Turno, soberano de los vecinos rútulos. Pero una serie de augurios daban a
entender que las cosas cambiarían. Primero, un enjambre de abejas instaló su
colmena en un laurel del palacio; después, los cabellos de Lavinia se
incendiaron accidentalmente sin que ella sufriera daño. La interpretación que
un adivino hizo a Latino fue que no debía casar a su hija con un itálico sino
con un forastero, que llegaría por mar para convertir el Lacio en la nación más
poderosa.
El viaje
de Eneas
A estas señales se unió otra.
Estaban comiendo los troyanos cuando, habiendo quedado insatisfecha su hambre,
uno bromeó sobre comerse las mesas. Eran las mismas palabras que les dijo la
arpía Celeno tiempo atrás, vinculándolas al final de su largo éxodo.
Demasiadas
coincidencias como para no tenerlas en cuenta; Latino invitó a Eneas a
establecerse, entregándole tierras y presentándole a Lavinia. De nada sirvieron
los manejos de Juno, a través de Alecto (la erinia o furia encargada de
castigar los delitos morales), para avivar la oposición de Amata y los celos de
Turno, pues Latino no quiso cambiar de parecer ni aceptar la guerra, aún cuando
todos los pueblos del entorno (oscos, sabinos, saticulanos, sicanos…)
secundaron al movilizado ejército rútulo y marcharon contra sus huéspedes.
Los
troyanos se prepararon para combatir y Eneas tuvo un sueño en el que el río
Tíber le animaba a buscar un aliado en la ciudad de Palantea, donde el rey
Evandro aceptó; fue en una entrevista llevada a cabo en el bosque donde, mucho
después, Luperca salvaría a Rómulo y Remo, en el que se ubicaban la cueva
Lupercal, la roca Tarpeya, la colina Capitolina…
Entretanto, los dioses dividieron
sus simpatías una vez más. Frente a Juno, Venus convenció a su marido Vulcano
para que fabricase armas sobrenaturales que entregar a Eneas, y, cuando
finalmente se desataron las hostilidades, Júpiter ordenó que fueran los humanos
quienes dirimiesen sus diferencias, sin interferencias divinas.
Aprovechando la
ausencia de Eneas, las tropas de Turno atacaron a los troyanos, que se
refugiaron en la fortaleza que habían construido. Los rútulos quisieron
incendiar entonces sus barcos, pero éstos estaban hechos de madera del bosque
sagrado de Cibeles y se transformaron en ninfas, huyendo al fondo del mar.
Turno consideró que era un favor divino que cerraba la posible escapatoria del
enemigo y puso sitio a las posiciones de éste.
Aprovechando un momento de
relajación, los defensores consiguieron enviar mensajeros a su líder y así
llegaron refuerzos palanteos pero también etruscos, a los que Eneas había
convencido también para apoyarle, y que junto a los troyanos y latinos
sorprendieron al enemigo. Turno, rodeado, tuvo que huir arrojándose al Tíber.
Eneas y
Turno, obra de Luca Giordano
Luego llegó Eneas con más fuerzas
y se desató una gran batalla, en la que fallecieron héroes de ambos bandos -de
nuevo La Ilíada de modelo-: al óbito de Niso y Euríalo (dos guerreros
que fallecieron espalda contra espalda) se sumaron los de Palas (el hijo de
Evandro), Mecencio (un extirano etrusco desterrado) y su vástago Lauso (que
sólo era un niño pero trato de proteger de Eneas a su padre herido), Camila
(hija de otro tirano, el volsco Metabo, quien la adiestró desde niña como
guerrera y capitaneaba un escuadrón de mujeres a caballo)… Se impusieron los troyanos, pero la matanza amenazaba con continuar, así que Turno desafió a Eneas a un combate singular para dirimir quién se casaría con Lavinia.
Desobedeciendo una vez más a Júpiter, Juno envió a Juturna, una ninfa hermana de Turno, a sembrar la discordia entre los ejércitos, predisponiendo a los latinos contra Eneas e incitando a los rútulos a atacar. Y, en efecto, una flecha perdida hirió al troyano, impidiendo el duelo y lanzando a ambos bandos a la lucha otra vez. Eneas se restableció de inmediato gracias a Venus, regresó y por fin se enfrentó con Turno, al que dio muerte. Juno asumió entonces que no podía luchar contra el destino y aceptó la derrota, pidiendo a Júpiter que troyanos y latinos se unieran como un solo pueblo tomando el nombre de los segundos.
Y Virgilio no pudo contar más. El
relato del mito lo continuó Tito Livio. Eneas y Lavinia se casaron y tuvieron
un hijo, Ascanio, que años más tarde, al fallecer su padre, construyó una nueva
ciudad: la mencionada Alba Longa.
Sin embargo, el héroe troyano no murió del
todo; Venus pidió a Júpiter que le concediera la inmortalidad y, en efecto, fue
convertido en dios, al que se adoraría bajo el nombre de Júpiter Indiges.
Cuatro siglos después, dos descendientes de Eneas fundarían Roma. Y, según
Dionisio de Halicarnaso, una diosa troyana que el héroe se había llevado al
huir de los griegos, Atenea (o Palas) bajo la forma de Paladio (estatuilla de
madera que encontró milagrosamente Ilo cuando fundó Troya) se encargaría de
proteger el lugar con un nuevo nombre, Vesta.
Sobre Jorge Alvarez Fernandez
Licenciado en Historia y bloguero desde 2009, en temas de historia, cine, viajes y turismo. Creador de los blogs "."Cita con Clío". y el Viajero Incidental además colabora con otros prestigiosos blogs.
Podéis seguir a Jorge en :
Fuentes:
-VIRGILIO: La Eneida.
-HOMERO: La Odisea.
-HOMERO: La Ilíada.
-DIONISIO DE HALICARNASO: Antigüedades
romanas.
-PLUTARCO: Vidas paralelas:
Teseo y Rómulo.
-TITO LIVIO: Historia de Roma
desde su fundación.
-USHER, Kerry y SIBBICK, John: Emperadores,
dioses y héroes de la mitología romana.
-BEARD, Mary: SPQR. Una historia
de la Antigua Roma.
-KOVALIOV, Serguéi Ivánovich: Historia
de Roma.
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