Por Alberto Martínez (autor invitado)
La creencia en lo sobrenatural y en el
más allá probablemente se produjo en el ser humano a partir de la capacidad de
soñar, algo que hoy sabemos que también tienen algunos animales y sobre todo, con
las primeras manifestaciones del pensamiento mágico. Estas visiones de una
realidad alternativa al mundo real configuraron el primer sistema de creencias,
que permitió a estos seres primitivos ordenar el Universo que les rodeaba para
explicar aquellos fenómenos de la naturaleza, que si bien regulaban sus vidas,
les eran totalmente desconocidos. El conocimiento de la relación causa-efecto
no era necesario para llegar a determinadas conclusiones, generalmente de
carácter sobrenatural. Bastaba que la creencia fuese aceptada como tal por la
mayoría.
El sol, la luna, el agua, los ciclos
estacionales, así como aquellos animales poderosos que les rodeaban eran lo más
cercano que tenían para explicar todo lo que no entendían y que al principio
formaron un todo de magia, religión (creencia reglada) y superstición (creencia
no reglada) hasta que estas manifestaciones empezaron a separarse y nacieron
los primeros ritos, tabúes y sacrificios que permitían obtener expectativas de
alguna forma de recompensa en la vida real por parte de estos entes
sobrenaturales.
Dado que no es el objeto de este
artículo, no me extenderé en las distintas modalidades de creencias religiosas
que afectaron a estos grupos primigenios, ya como elementos totémicos o
tutelares representativos de clanes o de las divinidades que regulaban el
devenir de los seres humanos y me centraré en una fase en la que la sanación se
asociaba a la magia y al capricho de los dioses. Por otra parte los ciclos de
la naturaleza y la fertilidad vinculada a la vida hicieron que las deidades femeninas
se impusieran como creencias arraigadas de la vida cotidiana frente a otras
deidades de carácter masculino asociadas a la caza o la guerra.
Mucho antes de que existiesen
las primeras civilizaciones e incluso los primeros asentamientos humanos,
las mujeres habían asumido las labores de sanación y cuidado de enfermos,
no solo de su familia sino de todo el clan, derivados de su mayor conocimiento
de las plantas curativas, por el rol de recolectoras frente al hombre cazador,
con la única limitación del factor religioso, que en su parte negativa asociaba
la enfermedad como una forma de castigo de las deidades o fuerzas
sobrenaturales que regían el destino de la tribu y que al parecer, preferían
estar en contacto con chamanes masculinos. La Farmacología y la Botánica tienen
profundas raíces en las experiencias ancestrales de estas mujeres recolectoras
de hierbas y plantas.
El factor religioso en los procesos de
curación tuvo un importante papel en los albores de la humanidad y puede
decirse que en el imaginario colectivo todavía pervive como un fenómeno pasivo
o de recepción de favores para el enfermo por parte de la divinidad. Ni que
decir tiene que en los períodos de preponderancia de deidades femeninas
asociadas a la Naturaleza, (las diosas-madre: Tiamat, Ishtar, Astarte, Isis,
Gea, Cibeles o la magna Dea romana), las mujeres también participaron en la
parte activa como sacerdotisas, curanderas o chamanas, decayendo su papel con
el auge de los dioses masculinos y la creación de ciudades y civilizaciones.
Ataecina y su relación con la diosa
Proserpina
Desde un punto de vista religioso, la
llegada de los romanos a Hispania supuso un doble fenómeno, de una parte se fue
perdiendo la cultura y las prácticas religiosas prerromanas, así como las
creencias asociadas a las deidades indígenas en sus diversas manifestaciones en
toda la península. Se calcula que había más de 300 deidades en Hispania antes
de la invasión romana, sin entrar en la consideración de su origen ibérico,
celta o las influencias fenicia y griega. El abandono de estos dioses
prerromanos fue un fenómeno relativamente rápido en las ciudades, auténticos
instrumentos de romanización, pero muy lento en las zonas rurales, donde no
solo se conservaba este tipo de creencias religiosas, sino también la lengua y la cultura nativa,
permitida o sobrellevada por el poder romano por su intrascendencia social y lo
que es más importante, la preservación de algunos de sus santuarios, al menos
hasta la adopción del cristianismo como religión oficial.
Por otra parte, los romanos tenían una
larga tradición de sincretismo religioso ya desde sus orígenes como pueblo, que no solo suponía la cohabitación
de cultos o creencias religiosas propias y extrañas, sino que iba más allá,
hasta el punto de crear nuevas identidades religiosas fruto de un proceso
generalmente largo de asimilación. Los romanos conquistaron grandes territorios
y sus legionarios trajeron de vuelta el culto de deidades, normalmente
orientales, para acabar finalmente en una pugna entre las dos religiones
monoteístas por excelencia del Bajo Imperio Romano: El Mitraismo y el
Cristianismo.
Un fenómeno coadyuvante de la
asimilación religiosa de dioses extranjeros, tomada de la tradición griega y
diferente del sincretismo lo constituía la Interpretatio romana, que consistía
en equipar a divinidades extranjeras con miembros de su propio panteón,
basándose en las características y atributos comunes de unos y otros. Los
romanos entendían que se trataba del mismo dios, pero con una denominación
extranjera y no ponían pegas a su culto, que terminaba incorporándose
socialmente, a veces a escala general y en otros casos, más frecuentemente,
como dioses locales o tutelares de una
región o ciudad.
En el caso de la diosa Ataecina o
Adaegina como también aparece en algunos lugares, probablemente se dieron los
dos fenómenos descritos. En un primer momento hubo una interpretatio con la
diosa Proserpina, estando las dos deidades claramente diferenciadas en su culto
originariamente, para en un lento proceso, al menos a nivel local, producirse
una sincretización de ambas.
Ataecina era muy probablemente una
diosa de origen celta, si bien todas las inscripciones que han llegado hasta
nosotros aparecen en latín y se desconoce la forma y pronunciación de su nombre
original. Al igual que Proserpina, era una diosa ctónica (del inframundo),
asociada al mundo infernal o subterráneo. Este carácter ctónico es evidente en
la defixio (tablilla de maldición) encontrada en Mérida. En el texto, el
suplicante pide a la diosa venganza por el robo de unas prendas de vestir.
Defixio a Ataecina en mármol. Museo
Nacional de Arte Romano de Mérida
Adjunto la traducción de García Iglesias (véase Bibliografía) de la
citada inscripción:
Diosa Ataecina Turibrigense
Proserpina, te ruego pido y demando, por tu gran majestad, que seas mi
vengadora en cuantos robos me han sido hechos; un “quídam” (uno, alguno. N.A.)
a mí me ha escamoteado, en menos tiempo que se tardó en hacerlas, las cosas que
abajo escribo: túnicas, seis; capota de lienzo dos, camisas…
Proserpina era hija de Ceres, diosa de
la Tierra, la naturaleza y la agricultura y según la mitología fue raptada por
Plutón convirtiéndose en señora del inframundo. La intervención de Júpiter hizo
que Proserpina viviese alternativamente seis meses con Plutón y el resto del
año con su madre, dando paso a la Primavera, la floración y los cultivos.
El nombre de Ataecina se cree que
procede del celtíbero ate gena, que significaría “renacida”, algo que la
vincula claramente con Proserpina y sus características asociadas a la
naturaleza y la fertilidad, además del componente telúrico ya mencionado que
asimismo comparte con la diosa romana. Del estudio epigráfico de los epítetos asociados
al teónimo con la aparición de la
palabra servatrix (conservadora de salud) , en correlación con las zonas donde
se han hallado la mayoría de inscripciones, aras y exvotos, algunos autores han
deducido su asociación con las aguas subterráneas, como deidad protectora de
las fuentes y manantiales y la capacidad curativa de las aguas.
La zona de culto y las cabritas
votivas de bronce
Resulta complicado establecer la zona
de culto de la diosa Ataecina, aunque se pueden extraer algunas conclusiones
fundamentalmente de fuentes epigráficas. Algunos autores han realizado estudios
comparados de dispersión geográfica, tanto de las inscripciones con referencias
a la diosa, como de los exvotos en forma de cabritas de bronce asociados al
culto a Ataecina.
Se han encontrado numerosas
inscripciones en las que directamente aparece el nombre de la diosa o algunos
de sus epítetos. Mayor duda ofrecen las inscripciones en las que simplemente se
alude a ella como d(ea) d(omina) s(ancta),
ya que podrían referirse a otra diosa. No obstante lo anterior, cabe
esperar que en la zona de culto donde la diosa era conocida se obviase su nombre
ya que se daba por sentado. Es algo parecido a lo que sucede actualmente con
alguna de las advocaciones de la Virgen María. Si nos encontramos por ejemplo
en Zaragoza y hablamos simplemente del santuario de la Virgen, con bastante
probabilidad nos estaremos refiriendo a la Virgen del Pilar.
Exvoto de cabrita en bronce. Aliseda.
Fuente Wikipedia
Por otra parte, se han encontrado
alrededor de treinta exvotos en bronce con figuras de cabrita que coinciden
sensiblemente con las zonas donde se encontraron las inscripciones, permitiendo
suponer “grosso modo” que el núcleo principal de culto se situaría entre el rio
Tajo y el Guadiana, coincidiendo aproximadamente con parte de la provincia de
la Lusitania en la zona de mayor influencia celta entre las colonias de Norba Caesarina (Cáceres) Turgalium (Trujillo)
y Emerita Augusta (Mérida).
Su culto principal estaría en la desconocida ciudad o santuario de Turóbriga (mencionada por
Plinio, H.N. 3, 14, tras Arucci y antes de Lastigi) , según se deduce de las
inscripciones en las aras donde aparece la denominación Dea Ataecina Turi/brig(ensis) Proserpina, discutiéndose
actualmente si se correspondería con la ubicación de la Basílica de Santa Lucía del Trampal de Alcuéscar (Cáceres). De lo que caben menos dudas es que este
enclave (iglesia visigoda) fue un importante centro de culto. Una prueba
fehaciente son las numerosas aras
votivas y epígrafes conservados y reutilizados en la basílica, siendo altamente
improbable que fuesen traídos desde otro lugar.
Otra de las conclusiones a la podemos llegar, es que si bien el culto a Ataecina fue especialmente intenso y duradero en la zona anteriormente descrita, apenas tenía devotos en otras partes de Hispania, si nos atenemos a los hallazgos arqueológicos asociados a su nombre, que aunque existen, podemos calificar de anecdóticos.
Basílica de Santa Lucía del Trampal de Alcuéscar (Cáceres) Se aprecia en detalle la reutilización de un ara con los agujeros donde estaban alojadas las patas de la cabrita. Elaboración propia sobre imagen obtenida de Wikipedia.
Aunque se desconocen los rituales relacionados
con el culto a la diosa y dadas las características asociadas a la misma,
podríamos estar hablando de ritos en los
que se solicitaban favores de carácter agrícola (buenas cosechas), con
sacrificio de cabras y presencia simbólica de espigas de trigo etc. , ya fuesen
de carácter individual o colectivo, favores relativos a las salud, en los que
el agua tendría un papel determinante y los relacionados con su papel como
señora del inframundo en el culto a los muertos. Naturalmente, los exvotos
estarían en consonancia con los favores ya recibidos y las cabritas de bronce
tendrían un carácter más permanente, frente a otros en materiales más
perecederos que no han llegado hasta nosotros.
Naturalmente, tan solo podemos
especular sobre si los sacerdotes/sacerdotisas ejercían algún tipo de labor
como sanadores, además de su intermediación ritual ante la diosa, ya fuese por enfermedades personales o incluso de carácter general en
forma de pandemias como la peste, que sabemos asoló esta parte de Hispania en
varias ocasiones entre los siglos II y IV.
Por último, no podemos olvidar su
carácter vengador de ofensas, como queda demostrado en la defixio que hemos
comentado más arriba y que tiene la peculiaridad de estar escrita en mármol y
tener un carácter relativamente público. Lo habitual era un tratamiento más
privado como ocurría con otras deidades infernales, utilizando como soporte
láminas de plomo u otros materiales más perecederos (habitualmente enterradas o
escondidas). La gran cantidad de este tipo de tablillas encontradas en el ámbito
geográfico del Imperio Romano nos indica que maldecir era una práctica muy
común entre la población.
Bibliografia y webgrafía
Francisco Acedo. El santuario de
Adaegina en Malpartida de Cáceres. 2006. Ed. Ayto. M.C.
Luis García Iglesias. Epigrafia romana
de Avgvsta Emerita. 1973. Madrid. Ed. Facultad de Filosofía y Letras.
Universidad Complutense
Juan Manuel Abascal Palazón. Ataecina.
http://data.cervantesvirtual.com/manifestation/224398
Mª Rocío Rojas Gutiérrez. Ataecina, un análisis de la continuidad de
los cultos locales o indígenas en la Hispania romana
http://revistaligustinus.ruizprietoasesores.es/blog/ataecina-un-analisis-de-la-continuidad-de-los-cultos-locales/
Corpus Inscriptionum Latinarum
Augustae Emeritae. Inscriptiones Hispaniae Latinae (Cil II2) http://www3.uah.es/cil2digital/
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